Hace sólo unas semanas, Fernando Savater lanzaba desde las páginas de El País 8 preguntas sobre el Plan Bolonia. Con la claridad y espíritu inquieto que le caracteriza, se atrevía a poner en cuestión la reforma universitaria, pero desde una óptica más reflexiva que la del movimiento contra Bolonia. Desde su punto de vista, el modelo que se está implantando no redundará necesariamente en la mejora de la movilidad, ni la homologación de las carreras tiene que ser, necesariamente, útil.
Savater incide en cómo se ha optado por dejar algunas carreras al margen del Plan Bolonia, como Medicina o Arquitectura. “El hecho de que algunas carreras universitarias, y no precisamente marginales, hayan quedado fuera del proceso y se las haya privado, en consecuencia, de lo que se anuncia como grandes bienes para las otras, da qué pensar”, advierte. Además destaca cómo varios países europeos han decidido no incluir en Bolonia la carrera de Derecho, pues se han dado cuenta de que esa titulación “posee un carácter marcadamente nacional”. Y sugiere, entonces, que sucedería algo semejante con otras carreras de ciencias sociales y humanidades. Además entiende que el Plan Bolonia no es más que una imitación de los colleges norteamericanos, que a su juicio se encuentran a caballo entre la enseñanza media y la universitaria.
En una línea semejante, otros intelectuales de reconocido prestigio se han pronunciado en contra del Plan Bolonia. Tal es el caso del filósofo Gabriel Albiac, Catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid, que considera los nuevos títulos de grado una suerte de prolongación de un bachillerato ya fracasado, pues el problema de fondo provendría ya de cursos anteriores. A diferencia de Savater, Albiac discute la concepción europea de la enseñanza universitaria en los últimos siglos y consideraría Bolonia la consumación de ese proceso.
Otros muchos son los que han criticado este proceso, no sólo desde el círculo de la filosofía. El economista Pedro Schwartz sostiene que Bolonia provocará el efecto contrario al que se pretende, pues se fundamenta en un sistema universitario centralizado, mientras que el modelo norteamericano surge de la propia sociedad y no del Estado. Las universidades homologarían sus títulos de manera espontánea y en el mercado educativo podrían encontrarse instituciones de alta calidad y otras enormemente deficientes.
Frente a la opinión de los críticos, pervive de fondo la revuelta estudiantil y la información acrítica de las instituciones públicas, que ahora, con el nombramiento del nuevo Ministro de Educación y el traspaso a éste de las competencias educativas, tratarán de consumar un proceso marcado por la polémica y el nerviosismo.